En el post anterior vimos que, dependiendo del amor de las almas por la Eucaristía, es su grado de perfección. En las próximas publicaciones te vamos a contar quiénes son los Discípulos Eucarísticos, el primer grado de perfección. Estos se caracterizan por perseverar todos en la comunicación de la fracción del pan, en otras palabras, en frecuentar a diario la Sagrada Comunión.
¿Qué requiere la Vida Eucarística? (3° parte) – fervorcatolico.com: Los Discípulos Eucarísticos (1°p.)Paraíso de las almas
¡La santa Comunión! Cuando se piensa en ella, la mente se ilumina; cuando por ella se suspira, el corazón se dilata; cuando se la nombra, se llena la boca de dulzuras inefables.
P. Antonino de castellamare
¡Oh santa Comunión! sin ti, me parece que la tierra hubiera sido un desierto sin agua, una ciudad sin pan, un hospital sin medicinas. Sin ti, ¿qué comparación hubiera habido entre la vida de mi cuerpo y la vida de mi alma? Aquel habría tenido el pan cotidiano a su placer; y mi alma, en cambio, estaría privada de su verdadera comida y de su verdadera bebida; aquél habría fácilmente encontrado fuerza para sus debilidades, remedio para sus enfermedades, bálsamo para sus heridas; y mi alma, por lo contrario, hubiera quedado desamparada del todo en sus necesidades, sin alivio, sin ayuda y sin consuelo alguno. La tierra habría tenido su sol bellísimo, y la Iglesia habría quedado sin sol que la iluminase; el paraíso terrenal habría poseído el árbol de la vida, y el paraíso de la gracia estaría privado de él. No, ¡oh santa Comunión! Tú eres nuestro paraíso en la tierra, y, por tanto, nuestro árbol de vida, agua, medicina y consuelo espiritual; eres luz y fuerza y alegría de las almas, pero especialmente eres el pan cotidiano transubstancial.
Jesús anhela que lo recibamos todos los días
La Comunión diaria es la suerte más divina del linaje humano; es el mejor desquite del engaño con que la infame serpiente sedujo el ánimo incauto de Eva invitándola a comer del fruto prohibido: «Vos dii entis», le dijo: «comed, pues ciertamente que no moriréis, sino que, comiendo de este fruto, seréis como dioses». Ahora, especialmente en la Eucaristía, su engaño conviértese en realidad; porque, comulgando, llegamos en cierta manera a ser dioses, pues Dios mismo se hace alimento de nuestras almas.
En algún tiempo la Comunión diaria era el sueño de sólo los santos; hoy día puede serlo de todas las almas sin distinción alguna, y debe serlo de cualquier alma eucarística; pues ninguna puede merecer este título, si no es comulgando todos los días, por lo menos, pudiéndolo hacer cómodamente. Cuando se dice alma eucarística, quiere decirse alma de perfección; pero la verdadera perfección consiste en contentar los corazones de Dios y de la Iglesia. Son hijas escogidas, hijas de predilección, las almas eucarísticas; y en consecuencia, como tales, están obligadas a ser las más dóciles y obedientes. Ahora bien; un hijo de corazón noble y delicado no espera, para obedecer, los mandatos formales de sus padres, pues estos son para los siervos y no para los hijos; tiene a honra un hijo el poder satisfacer los deseos del padre o de la madre, especialmente si son deseos santos y ardientes, y los padres buenos e irreprensibles.
Pues bien; hoy la Iglesia nuestra Madre ha hablado, y, en su deseo, ha expresado el ardiente anhelo de su divino Esposo, nuestro Señor Jesucristo; desean los dos que todos los fieles, a cualquier clase o condición que pertenezcan, reciban todos los días la sagrada Comunión.
Será siempre inmortal el Decreto de la Sagrada Congregación del Concilio con fecha del 20 de diciembre de 1905, el cual manifiesta de una manera solemne este deseo ardentísimo de Jesús y de su Iglesia, y resuelve las dificultades, facilita los medios y, allana el camino. Y si las almas eucarísticas deben ser las más obedientes, ¿cómo podrán hacerse sordas, indiferentes e insensibles a las amorosas invitaciones de Jesús Sacramentado y a las instancias reiteradas de la Iglesia, que quería ver apagadas las ansias de su divino Esposo?
Es inútil, pues, toda excusa; hoy la Comunión cotidiana es como el alfabeto o la condición sine qua non de la vida eucarística, porque una de dos: o contentar al Corazón de Jesús y al de la Iglesia, o renunciar a la dicha de pertenecer a las almas que forman la corona y el gozo de Jesús Sacramentado.
Los decretos de San Pío X

¡Oh! ¡sea por siempre bendita la memoria del dulcísimo e inmortal Papa Pío X! En los Anales de la Eucaristía el nombre del Venerado Pontífice quedará perpetuamente grabado con caracteres de oro. A tan grande Papa se debe el impulso de la era eucarística contemporánea, que alegra tanto a la Iglesia y tanto regocija al Corazón santísimo de Jesús Sacramentado.
Dos grandes cuestiones teológicas detenían aún incierto el movimiento eucarístico: l.ª qué condiciones se requerían en concreto para recibir frecuentemente Ia santa Comunión, y especialmente para recibirla todos los días; y 2.ª a qué edad señalar la obligación precisa de la Primera Comunión.
El gran corazón del Pontífice de la Eucaristía zanjó de una vez para siempre las cuestiones, y con el citado Decreto del 20 de diciembre de 1905 redujo solamente a dos las disposiciones para poder comulgar aún diariamente, a saber: el estado de gracia y la recta intención. Después, con otro Decreto del 8 de agosto de 1910, desterrando viejos abusos y condenando inveteradas costumbres, estableció que la edad para la Primera Comunión debería ser cuando el niño llega a los años del discernimiento.
Rotos, pues, los lazos y desvanecidas las dudas, muchedumbres de almas, y aun de niños, comenzaron a acercarse a la Mesa del Señor. De treinta años a esta parte es una florescencia, una primavera, un verdadero resurgimiento eucarístico.
Para leer los decretos, haz click en los siguientes enlaces:
https://mercaba.org/PIO%20X/sacra_tridentina_synodus.htm
¡Basta de excusas!
Según esto, ¿qué excusas verdaderas podremos tener hoy día para permanecer alejados de la Comunión cotidiana? Aparte aquellas frívolas, procedentes de mala voluntad, todas las excusas pueden reducirse al sentimiento de la propia indignidad; y sin embargo, si hay una razón que persuada al alma a comulgar diariamente, es,
por cierto, esta de la propia indignidad. Porque soy enfermo, ¿por eso rehusaré el médico y la medicina? porque me reconozco necesitado, ¿rechazaré los socorros? y porque siento frío, ¿me alejaré del fuego? ¿Es acaso esto obrar con cordura? No está el mal en recibir la Comunión siendo indignos; el mal está en recibirla indignamente. Ni siquiera la Virgen Santísima hubiera sido digna de comulgar, aunque sólo fuese una vez en su vida. Él que es indigno hoy, lo será mañana, lo será por toda la vida; aún más, por toda la eternidad. Ciertamente sería la Eucaristía un Sacramento inútil y mucho mejor le hubiera sido a nuestro Señor no instituirlo si, al quedarse en él para darse en alimento a nuestras almas, hubiera tenido intención de admitir solamente a los que fuesen dignos. Mas el que lo ha instituido, es precisamente Aquél que ha formado al hombre. Él sabía mejor que nosotros que éramos miserables, y mejor que nosotros conocía nuestra indignidad; y si, a pesar de ella, ha establecido el Santísimo Sacramento y desea venir todos los días a nuestros corazones, quiere significarnos con esto que en nuestra indignidad debe pensar Él más que nosotros; quiere decirnos que así como un rey, deseando a toda costa albergarse en la choza de un pobre, o se contentará con aquella miserable vivienda tal como es, o bien pensará él mismo en hacerla amueblar convenientemente; de la misma manera nuestro divino Monarca, desde el momento que desea venir a hospedarse en nuestros corazones, y lo desea todos los días como nos lo asegura la Iglesia·, quiere manifestarnos con esto que, o se contentará con nuestra pobreza, o bien cuidará Él de adornar nuestros pobres corazones.
Mas, como sería villanía la del pobre que rehusase hospedar a su rey, sólo porque es pobre, así sería ·también villanía espiritual y soberbia farisaica la del cristiano que no quisiera hospedar todos los días a su Monarca, que tan ardientemente lo desea, sólo por el motivo de su indignidad.
En el Corazón solo del Huésped divino es donde hemos de encontrar el secreto, la fuerza y aún los pretextos de nuestra preparación. Quien es indigno de recibir la Comunión todos los días, es indigno de recibirla una vez al año.
Comulgar con humildad y como mejor se pueda
No obstante esto, ¿queremos de veras proveer a nuestra indignidad? Pues bien, recibamos humildemente y como mejor podamos la santa Comunión todos los días, y así cada día seremos más dignos de recibirla. Cada Comunión nos eleva, nos transforma y diviniza; y por tanto, la Comunión de hoy nos prepara mejor para la del día siguiente, así como la medicina de hoy nos dispone mejor para la salud de mañana. Mas, por la razón contraria, cuantas menos veces comulguemos, más indignos seremos de comulgar. Por esto decía muy bien aquella religiosa, de que habla San Alfonso: «Yo, porque me reconozco indigna por eso mismo quisiera comulgar tres veces al día, ya que, comulgando con más frecuencia, tendría esperanza de hacerme menos indigna».
¿Podrá ser, pues, alma eucarística la que, como fundamento y base de su perfección, no ponga, por lo menos pudiéndolo hacer, la comunión diaria? Sí; verdadera alma eucarística es aquella que no considera jamás la Comunión como una merced y premio a la misma virtud; sino que la considera sólo y siempre como pan, alivio y medicina del espíritu; todos los días tiene necesidad, y todos los días, como mejor puede, recibe humildemente la santa Comunión. Hay que notar, sin embargo, que, aunque no tuviese necesidad alguna su espíritu, no obstante, se acercaría lo mismo todos los días a la sagrada mesa; porque además de las razones de sus necesidades espirituales, tiene otra más poderosa y apremiante, y es el deseo de Jesús y de la Iglesia. El alma eucarística recibiría no una, sino cien comuniones al día, con tal de dejar satisfechos los deseos amorosos del Corazón de su adorado Jesús y de la Santa Iglesia.
Sí, Jesús mío, me acercaré todos los días a tu mesa santísima, y todos los días como preparación te repetiré las palabras dulcísimas del piadoso autor de la Imitación:
«Señor, confiado de tu bondad y de tu gran misericordia, vengo enfermo al Salvador, hambriento y sediento a la fuente de la vida, pobre al Rey del cielo, siervo al Señor, criatura al Criador, desconsolado a mi piadoso consolador. Mas ¿dónde a mí tanto bien que tú vengas a mí? ¿Quién soy yo para que te me des a ti mismo? ¿Cómo osa el pecador parecer ante· ti? … Y pues así te place, Señor, y así lo mandaste hacer, también me agrada a mí que tú lo hayas tenido por bien»
¡Qué tengan un santo día!