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¿Qué requiere la Vida Eucarística? (1° parte)

I-Disposiciones interiores

Siendo la vida eucarística eminentemente un estado de perfección, requiere en el alma tres disposiciones indispensables a saber: pureza habitual de conciencia, adorno de las virtudes cristianas y, sobre todo, amor; o para expresarlo con una sola palabra, la vida eucarística requiere que el alma sea un Cenáculo espiritual.

Antes de todo, la vida eucarística requiere en el alma pureza habitual de conciencia. ¡Cosa admirable! Aquel Dios que para nacer se contentó con una gruta, y para vivir, con un pobre taller de carpintero, para instituir más tarde el Santísimo Sacramento, no quiso grutas ni pobres talleres, sino un hermoso cenáculo.

Si toda la vida la empleásemos en meditar sobre la institución de la Eucaristía, una vida entera de largos años sería muy corta e insuficiente. Se llenan de lágrimas los ojos y cae la pluma de la mano, cuando se quiere hablar de la última cena de Jesús, como a los grandes artistas se les caía de las manos los pinceles siempre que intentaban dibujar el rostro del Nazareno en aquel momento sublime de su vida divina. Lo cierto es que el Cenáculo fue el principal de los preparativos, o como el lugar escogido en donde disponer lo necesario para la institución de la Eucaristía. Y hubo preparativos, como hubo un diseño y ejecutores del mismo. La elección para llevar a cabo la preparación de todo lo necesario, recayó sobre Pedro y Juan, el más amante y el más amado de los discípulos, símbolo de fe el primero, y de amor y pureza el segundo. La sala escogida era una espaciosa, limpia y bien adornada: y Pedro y Juan la prepararon en todo conforme lo había ordenado Jesús: «Y los discípulos hicieron lo que Jesús les ordenó, y prepararon lo necesario para la Pascua» (1)

II-El Cenáculo

Se ve claramente, que del mismo Corazón del Pontífice divino salieron los diseños de la preparación. Y estos diseños y la preparación misma, los había concebido Jesús en proporción al deseo grandísimo que le hacía exclamar: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de mi pasión» (2); había dispuesto la preparación en proporción a la obra maestra que iba a realizar, a la obra maestra de su amor, de aquel amor llevado hasta el exceso, que habría muy pronto de eclipsar sus amores de los treinta y tres años que vivió entre nosotros.

En el Dios del Cenáculo, ¿quién reconocerá ya al Dios del pesebre? Sin cenáculo, pues, sin la habitación espaciosa, limpia y bien adornada, no hay Eucaristía.

La figura de Jesús, en las diversas épocas de su vida mortal, está estrechamente relacionada con determinados lugares: Jesús Niño con Belén; el adolescente de Nazaret con la Santa Casa; el Transfigurado con el Tabor y el Crucificado con el Calvario. Mas el palacio real del Dios de la Eucaristía es el Cenáculo, el cual es la casa, el templo y el trono de Jesús Sacramentado. Y así como para hallar al Divino Infante es necesario emprender el camino de Belén, y el del Calvario para hallar a Jesús crucificado; de la misma manera, es indispensable que vaya a llamar a la puerta del Cenáculo el que quiera hallar a Jesús Sacramentado. Fuera de allí la Eucaristía no existe y es, por consiguiente, imposible encontrarla.

III-Cenáculos espirituales

He aquí, pues, lo que presupone, en primer lugar, el enamoramiento de Jesús Sacramentado; que el alma sea cenáculo espiritual, es decir, mística estancia del Señor, pero limpia y hermoseada. Sin esto, sería necedad, por no decir otra cosa, esperar poder pertenecer al grupo escogido de las almas eucarísticas. A quien lo intentase Jesús le respondería como el rey del convite evangélico al invitado indigno: «¿Cómo has entrado tú aquí sin vestido de boda?»

IV-Los peligros del pecado mortal

El que ama el pecado mortal, ¿cómo podrá amar la Eucaristía? «El hombre animal. decía San Pablo, no puede gustar ni tampoco entender las cosas que son del espíritu». De ahí la amonestación del divino Maestro: «No déis a los perros las cosas santas, ni echéis vuestras perlas a los cerdos». Coged un puñado de monedas de oro y acercádselo a la boca de un jumento; lo olfateará, pero no lo comerá; en cambio, se holgará mucho con un puñado de cebada. Lo mismo acontece con cualquier alma, cuyo paladar esté mortalmente estragado por fas pasiones y las culpas; bastaría esto para no poder gustar las dulzuras de la Eucaristía, que son todas dulzuras únicamente espirituales.

En verdad, que de semejantes almas fue figura el pueblo hebreo, el cual, mientras se mantuvo fiel al Señor, gustó con placer el maná del cielo; mas, cuando después llegó a ser un pueblo murmurador y rebelde, entonces perdió el gusto del maná celestial y salió de su boca aquel sacrílego lamento: «Nos provoca ya a náusea este manjar sin sustancia». Entonces fue cuando los pérfidos hebreos se acordaron de las carnes de Egipto y lloraron su pérdida: Quis dabit nobis ad vescendum carnes? «¡Quién nos diera carne para comer!». Y añadían: «Cuando estábamos sentados junto a las calderas llenas de carne» ¡Desgraciados!… Y no se acordaban solamente de las carnes de Egipto, sino también de los pescados que de balde comían, y de los pepinos, y de los melones, y los puerros, y las cebollas y los ajos. Nos resistiríamos a creerlo, sino fuese Moisés mismo el testigo y narrador. ¡Oh, Dios mío! ¡en qué bajezas cae el alma, cuyo gusto se ha estragado, el alma que se ha hecho indigna e impotente para gustar las dulzuras del maná celestial! Pueblo infiel e ingrato, tenías razón de lamentarte y decir: «Seca está ya nuestra alma; nada ven nuestros ojos sino maná»

Tal depravación es el pecado mortal: tal veneno son las pasiones, que llegan a causar náuseas del maná celestial y posponerle a las sandías, a los melones, a los puerros, a las cebollas y a los ajos de Egipto.

V-Pureza habitual

Detestar, pues, el pecado; huir de él con aborrecimiento y constancia, es la primera condición para que el alma pueda llegar a ser eucarística. Y a la verdad, suponer que aun mismo tiempo se puede llevar vida de pecado y vida eucarística, es suponer lo imposible; o por mejor decir, el sólo suponerlo sería sacrílega temeridad. El Apóstol alza la voz y grita: «¿Qué compañía puede haber entre la luz y las tinieblas? O ¿qué concordia entre Cristo y Belial?»

Todo santo y puro debe ser el que ha de recibir el cuerpo de Jesucristo; el cual, naciendo, quiso tener una Madre purísima e inmaculada, y muriendo, ser envuelto en una sábana limpia y sepultado en un sepulcro nuevo, en el que no había sido colocado ningún cadáver. No obstante esto, la Iglesia, en el Te Deum, hablando de la Encarnación, exclama admirada: Non horruisti Virginis uterum: «Oh Verbo eterno, no desdeñate el humanarte en el seno de una Virgen». Y, sin embargo, la sábana limpia y el sepulcro nuevo ha querido para envolver sólo su cadáver. Si tanta limpieza se requiere para Jesucristo muerto, ¿cuánta no se necesitará para Jesucristo vivo? Y si viéndole entrar en ciertas almas, limpias y purificadas, sin duda, en el momento de la Comunión, pero que antes habían estado convertidas en sábanas sucísimas, en fosas de pecados y osarios de pasiones, nos vemos forzados a admirar en silencio la bondad y caridad de nuestro Salvador; por otra parte, empero, sería un delito pretender, que la vida eucarística pueda resultar de la mezcla de comuniones y de pecados mortales; y que pueda ser eucarística el alma, que un día aloja a su Dios, y otro al diablo; hoy da a Jesús el beso de Magdalena, y mañana el de Judas. No, no; es horrible sólo el pensarlo, pero sería mucho más horrible el hacerlo. Solamente el Cenáculo es el lugar de la Eucaristía; y las almas que no son cenáculos espirituales, es decir, justas y puras, no pueden ser verdaderas almas eucarísticas.

Oh alma, si quieres ser verdaderamente eucarística, en ti, como canta la Iglesia, «recedant vetera, nova sint omnia: corda, voces, et opera»: todo lo que es viejo se aleje; todo se renueve: los corazones, las palabras y las obras.

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